sábado, 12 de julio de 2014
CUENTO: LA SILLA
Había una
vez un chico llamado Mario a quien le encantaba tener miles de amigos. Presumía
muchísimo de todos los amigos que tenía en el colegio, y de que era muy amigo
de todos. Su abuelo se le acercó un día y le dijo:
- Te
apuesto un bolsón de palomitas a que no tienes tantos amigos como crees, Mario.
Seguro que muchos no son más que compañeros o cómplices de vuestras fechorías.
Mario
aceptó la apuesta sin dudarlo, pero como no sabía muy bien cómo probar que
todos eran sus amigos, le preguntó a su abuela. Ésta respondió:
- Tengo
justo lo que necesitas en el desván. Espera un momento.
La abuela
salió y al poco volvió como si llevara algo en la mano, pero Mario no vio nada.
- Cógela.
Es una silla muy especial. Como es invisible, es difícil sentarse, pero si la
llevas al cole y consigues sentarte en ella, activarás su magia y podrás
distingir a tus amigos del resto de compañeros.
Mario,
valiente y decidido, tomó aquella extraña silla invisible y se fue con ella al
colegio. Al llegar la hora del recreo, pidió a todos que hicieran un círculo y
se puso en medio, con su silla.
- No os
mováis, vais a ver algo alucinante.
Entonces se
fue a sentar en la silla, pero como no la veía, falló y se calló de trasero. Todos
se echaron unas buenas risas.
- Esperad,
esperad, que no me ha salido bien – dijo mientras volvía a intentarlo.
Pero volvió
a fallar, provocando algunas caras de extrañeza, y las primeras burlas. Marió
no se rindió y siguió tratando de sentarse en la mágica silla de su abuela,
pero no dejaba de caer al suelo… hasta que de pronto, una de las veces que fue
a sentarse, no cayó y se quedó en el aire…Y entonces comprobó la magia de la que
habló su abuela.
Al mirar
alrededor pudo ver a Jorge, Lucas y Diana, tres de sus mejores amigos,
sujetándole para que no cayera, mientras muchos otros de quienes había pensado
que eran sus amigos no hacían sino burlarse de él y disfrutar con cada una de
sus caídas.
Y ahí paró
el numerito, y retirándose con sus tres verdaderos amigos, les explicó cómo sus
ingeniosos abuelos se las habían apañado para enseñarle que los buenos amigos
son aquellos que nos quieren y se preocupan por nosotros, y no cualquiera que
pasa a nuestro lado, y menos aún quienes disfrutan con las cosas malas que nos
pasan.
Aquella
tarde los cuatro fueron a ver al abuelo para pagar la apuesta, y lo pasaron
genial escuchando sus historias y tomando palomitas hasta reventar.
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