Había una
vez un perro que no sabía ladrar. No ladraba, no maullaba, no mugía, no
relinchaba, no sabía decir nada. Era un perrillo muy solitario, porque había
caído en una región sin perros. Por él no se habría dado cuenta de que le
faltaba algo. Los otros eran los que se lo hacían notar. Le decían:
—¿Pero tú no
ladras?
—No sé… soy
forastero…
—Vaya una
contestación. ¿No sabes que los perros ladran?
—¿Para qué?
—Ladran
porque son perros. Ladran a los vagabundos de paso, a los gatos despectivos, a
la luna llena. Ladran cuando están contentos, cuando están nerviosos, cuando
están enfadados. Generalmente de día, pero también de noche.
—No digo que
no, pero yo…
—Pero tú
¿qué? Tu eres un fenómeno, oye lo que te digo: un día de estos saldrás en el
periódico.
El perro no
sabía cómo contestar a estas críticas. No sabía ladrar y no sabía qué hacer
para aprender.
—Haz como yo
—le dijo una vez un gallito que sentía pena por él. Y lanzó dos o tres sonoros
kikirikí.
—Me parece
difícil —dijo el perrito.
—¡Pero si es
facilísimo! Escucha bien y fíjate en mi pico.
—Vamos,
mírame y procura imitarme.
El gallito
lanzó otro kikirikí.
El perro
intentó hacer lo mismo, pero sólo le salió de la boca un desmañado «keké» que
hizo salir huyendo aterrorizadas a las gallinas.
—No te
preocupes —dijo el gallito—, para ser la primera vez está muy bien. Ahora,
vuélvelo a intentar.
El perrito
volvió a intentarlo una vez, dos, tres. Lo intentaba todos los días. Practicaba
a escondidas, desde por la mañana hasta por la noche. A veces, para hacerlo con
más libertad, se iba al bosque. Una mañana, precisamente cuando estaba en el
bosque, consiguió lanzar un kikirikí tan auténtico, tan bonito y tan fuerte que
la zorra lo oyó y se dijo: «Por fin el gallo ha venido a mi encuentro. Correré
a darle las gracias por la visita…» E inmediatamente se echó a correr, pero no
olvidó llevarse el tenedor, el cuchillo y la servilleta porque para una zorra
no hay comida más apetitosa que un buen gallo. Es lógico que le sentara mal ver
en vez de un gallo al perro que, tumbado sobre su cola, lanzaba uno detrás de
otros aquellos kikirikí.
—Ah —dijo la
zorra—, conque esas tenemos, me has tendido una trampa.
—¿Una
trampa?
—Desde
luego. Me has hecho creer que había un gallo perdido en el bosque y te has
escondido para atraparme. Menos mal que te he visto a tiempo. Pero esto es una
caza desleal. Normalmente los perros ladran para avisarme de que llegan los
cazadores.
—Te aseguro
que yo… Verás, no pensaba en absoluto en cazar. Vine para hacer ejercicios.
— ¿Ejercicios?
¿De qué clase?
—Me ejército
para aprender a ladrar. Ya casi he aprendido, mira qué bien lo hago.
Y de nuevo
un sonorísimo kikirikí.
La zorra
creía que iba a reventar de risa. Se revolcaba por el suelo, se apretaba la
barriga, se mordía los bigotes y la cola. Nuestro perrito se sintió tan
mortificado que se marchó en silencio, con el hocico bajo y lágrimas en los
ojos.
Por allí
cerca había un cucú. Vio pasar al perro y le dio pena.
—¿Qué te han
hecho?
—Nada.
—Entonces
¿por qué estás tan triste?
—Pues… lo
que pasa… es que no consigo ladrar. Nadie me enseña.
—Si es sólo
por eso, yo te enseño. Escucha bien cómo hago y trata de hacerlo como yo: cucú…
cucú… cucú… ¿lo has comprendido?
—Me parece
fácil.
—Facilísimo.
Yo sabía hacerlo hasta cuando era pequeño. Prueba: cucú… cucú…
—Cu… —hizo
el perro—. Cu…
Ensayó aquel
día, ensayó al día siguiente. Al cabo de una semana ya le salía bastante bien.
Estaba muy contento y pensaba: «Por fin, por fin empiezo a ladrar de verdad. Ya
no podrán volver a tomarme el pelo».
Justamente
en aquellos días se levantó la veda. Llegaron al bosque muchos cazadores,
también de esos que disparan a todo lo que oyen y ven. Dispararían a un
ruiseñor, sí que lo harían. Pasa un cazador de esos, oye salir de un matorral
cucú… cucú…, apunta el fusil y —¡bangl ¡bangl— dispara dos tiros.
Por suerte
los perdigones no alcanzaron al perro. Sólo le pasaron rozando las orejas,
haciendo ziip ziip, como en los chistes. El perro a todo correr. Pero estaba
muy sorprendido: «Ese cazador debe estar loco, disparar hasta a los perros que
ladran…»
Mientras
tanto el cazador buscaba al pájaro. Estaba convencido de que lo había matado.
—Debe
habérselo llevado ese perrucho, no sé de dónde habrá salido —refunfuñaba. Y
para desahogar su rabia disparó contra un ratoncillo que había sacado la cabeza
fuera de su madriguera, pero no le dio.
El perro
corría, corría…
PRIMER FINAL
El perro
corría. Llegó a un prado en el que pacía tranquilamente una vaquita.
— ¿Adónde
corres?
—No sé.
—Entonces
párate. Aquí hay una hierba estupenda.
—No es la
hierba lo que me puede curar…
— ¿Estás
enfermo?
—Ya lo creo.
No sé ladrar.
— ¡Pero si
es la cosa más fácil del mundo! Escúchame: muuu… muuu… muuuu… ¿No suena bien?
—No está
mal. Pero no estoy seguro de que sea lo adecuado. Tú eres una vaca…
—Claro que
soy una vaca.
—Yo no, yo
soy un perro.
—Claro que
eres un perro. ¿Y qué? No hay nada que impida que hables mi idioma.
— ¡Qué idea!
¡Qué idea!
— ¿Cuál?
—La que se
me está ocurriendo en este momento. Aprenderé la forma de hablar de todos los
animales y haré que me contraten en un circo ecuestre. Tendré un exitazo, me
haré rico y me casaré con la hija del rey. Del rey de los perros, se comprende.
—Bravo, qué
buena idea. Entonces al trabajo. Escucha bien: muuu… muuu… muuu…
—Muuu… —hizo
el perro.
Era un perro
que no sabía ladrar, pero tenía un gran don para las lenguas.
SEGUNDO
FINAL
El perro
corría y corría. Se encontró a un campesino.
— ¿Dónde vas
tan deprisa?
—Ni siquiera
yo lo sé.
—Entonces
ven a mi casa. Precisamente necesito un perro que me guarde el gallinero.
—Por mí
iría, pero se lo advierto: no sé ladrar.
—Mejor. Los
perros que ladran hacen huir a los ladrones. En cambio a ti no te oirán, se
acercarán y podrás morderlos, así tendrán el castigo que se merecen.
—De acuerdo
—dijo el perro.
Y así fue
cómo el perro que no sabía ladrar encontró un empleo, una cadena y una
escudilla de sopa todos los días.
TERCER FINAL
El perro
corría y corría. De repente se detuvo. Había oído un sonido extraño. Hacía guau
guau. Guau guau.
—Esto me
suena —pensó el perro—, sin embargo no consigo acordarme de cuál es la clase de
animal que lo hace.
—Guau, guau.
— ¿Será la
jirafa? No, debe ser el cocodrilo. El cocodrilo es un animal feroz. Tendré que
acercarme con cautela.
Deslizándose
entre los arbustos el perrito se dirigió hacia la dirección de la que procedía
aquel guau guau que, no sabía por qué, hacía que le latiera tan fuerte el
corazón bajo el pelo.
—Guau, guau.
—Vaya, otro
perro.
Sabéis, era
el perro de aquel cazador que había disparado poco antes cuando oyó el cucú.
—Hola,
perro.
—Hola,
perro.
— ¿Sabrías
explicarme lo que estás diciendo?
— ¿Diciendo?
Para tu conocimiento yo no digo, yo ladro.
— ¿Ladras?
¿Sabes ladrar?
—Naturalmente.
No pretenderás que barrite como un elefante o que ruja como un león.
—Entonces,
¿me enseñarás?
— ¿No sabes
ladrar?
—No.
—Mira y
escucha bien. Se hace así: guau, guau…
—Guau, guau
—dijo en seguida nuestro perrito. Y, conmovido y feliz, pensaba para sus
adentros: «Al fin encontré el maestro adecuado.»