domingo, 13 de julio de 2014

JUANITO Y SUS TESOROS





Juanito salió de su casa arrastrando los pies. Se sentía triste, no había nadie con quien jugar en el barrio. Todos estaban en la escuela. Él no había podido ir a clases ya que una enfermedad lo postró en cama.
Pero nada más decir el doctor que ya estaba fuera de peligro y Juanito saltó de su cama rumbo a la calle, pero no había nadie; todos estaban en la escuela.
Se sentó en la grada de la entrada de su casa y se dijo:


− ¿Qué puedo hacer, con quién voy a jugar? –
De pronto recordó que dentro de su bolsillo tenía un gran tesoro, no de dinero, sino de cosas que había encontrado en la calle, las cuales para él eran valiosísimas.
− ¿Qué encontraré primero? – se preguntó mientras metía la mano en el bolsillo. Y encontró una pelota de tenis sucia y vieja.
− Qué podré hacer con esto? – Se preguntó. Y echó a correr su imaginación. Vio una pelota gigante y él sobre ella. Se imaginó que podía recorrer el mundo entero subido en la gran pelota.
Muy divertido recorrió países y conoció muchas personas.
Cómo disfrutó Juanito en su gran pelota.
− ¿Qué otro tesoro encontraré en mi bolsillo? – Se dijo.
Metió otra vez su mano y encontró una resortera. Echó de nuevo a correr su imaginación y se hizo una resortera inmensa; se acomodó en la gran liga y permitió que la resortera lo lanzara por los aires.
− ¡Qué divertido! – Decía.
Veía a las nubes y a los pájaros y hasta pudo tocar un avión. Fue maravilloso. Juanito sintió que le salían alas y reía y reía sin parar. No podía explicar lo que experimentaba. Se sentía libre como el viento; la resortera gigante lo había lanzado tan fuerte que Juanito no dejaba de volar.
De pronto sintió que algo lo movía, algo lo sacudía ligeramente.
− ¿Qué será? – Se preguntaba.  – No he sacado más de mis tesoros del bolsillo.
De repente escuchó que alguien le decía
− Es hora de tu medicina, Juanito.
− Todo había sido un sueño. No estuve sobre una pelota enorme, no hubo resortera gigante, sólo fue un sueño.
Juanito aún estaba en su cama igual de enfermo y no había salido nunca de su casa, pero le bastó. Aquel sueño lo hizo sentirse bien y libre.
− ¿Querés que te lea un cuento? – Le dijo su mamá.
− No, mamá− Dijo Juanito. – Debo dormirme de nuevo para seguir jugando con mis tesoros.
Y cerrando de nuevo los ojos, Juanito continuó soñando.

El lobo y la siete cabritillas







Érase una vez una vieja cabra que tenía siete cabritas, a las que quería tan tiernamente como una madre puede querer a sus hijos. Un día quiso salir al bosque a buscar comida y llamó a sus pequeñuelas. "Hijas mías," les dijo, "me voy al bosque; mucho ojo con el lobo, pues si entra en la casa os devorará a todas sin dejar ni un pelo. El muy bribón suele disfrazarse, pero lo conoceréis enseguida por su bronca voz y sus negras patas." Las cabritas respondieron: "Tendremos mucho cuidado, madrecita. Podéis marcharos tranquila." Despidióse la vieja con un válido y, confiada, emprendió su camino.

No había transcurrido mucho tiempo cuando llamaron a la puerta y una voz dijo: "Abrid, hijitas. Soy vuestra madre, que estoy de vuelta y os traigo algo para cada una." Pero las cabritas comprendieron, por lo rudo de la voz, que era el lobo. "No te abriremos," exclamaron, "no eres nuestra madre. Ella tiene una voz suave y cariñosa, y la tuya es bronca: eres el lobo." Fuese éste a la tienda y se compró un buen trozo de yeso. Se lo comió para suavizarse la voz y volvió a la casita. Llamando nuevamente a la puerta: "Abrid hijitas," dijo, "vuestra madre os trae algo a cada una." Pero el lobo había puesto una negra pata en la ventana, y al verla las cabritas, exclamaron: "No, no te abriremos; nuestra madre no tiene las patas negras como tú. ¡Eres el lobo!" Corrió entonces el muy bribón a un tahonero y le dijo: "Mira, me he lastimado un pie; úntamelo con un poco de pasta." Untada que tuvo ya la pata, fue al encuentro del molinero: "Échame harina blanca en el pie," díjole. El molinero, comprendiendo que el lobo tramaba alguna tropelía, negóse al principio, pero la fiera lo amenazó: "Si no lo haces, te devoro." El hombre, asustado, le blanqueó la pata. Sí, así es la gente.

Volvió el rufián por tercera vez a la puerta y, llamando, dijo: "Abrid, pequeñas; es vuestra madrecita querida, que está de regreso y os trae buenas cosas del bosque." Las cabritas replicaron: "Enséñanos la pata; queremos asegurarnos de que eres nuestra madre." La fiera puso la pata en la ventana, y, al ver ellas que era blanca, creyeron que eran verdad sus palabras y se apresuraron a abrir. Pero fue el lobo quien entró. ¡Qué sobresalto, Dios mío! ¡Y qué prisas por esconderse todas! Metióse una debajo de la mesa; la otra, en la cama; la tercera, en el horno; la cuarta, en la cocina; la quinta, en el armario; la sexta, debajo de la fregadera, y la más pequeña, en la caja del reloj. Pero el lobo fue descubriéndolas una tras otra y, sin gastar cumplidos, se las engulló a todas menos a la más pequeñita que, oculta en la caja del reloj, pudo escapar a sus pesquisas. Ya ahíto y satisfecho, el lobo se alejó a un trote ligero y, llegado a un verde prado, tumbóse a dormir a la sombra de un árbol.

Al cabo de poco regresó a casa la vieja cabra. ¡Santo Dios, lo que vio! La puerta, abierta de par en par; la mesa, las sillas y bancos, todo volcado y revuelto; la jofaina, rota en mil pedazos; las mantas y almohadas, por el suelo. Buscó a sus hijitas, pero no aparecieron por ninguna parte; llamólas a todas por sus nombres, pero ninguna contestó. Hasta que llególe la vez a la última, la cual, con vocecita queda, dijo: "Madre querida, estoy en la caja del reloj." Sacóla la cabra, y entonces la pequeña le explicó que había venido el lobo y se había comido a las demás. ¡Imaginad con qué desconsuelo lloraba la madre la pérdida de sus hijitas!


Cuando ya no le quedaban más lágrimas, salió al campo en compañía de su pequeña, y, al llegar al prado, vio al lobo dormido debajo del árbol, roncando tan fuertemente que hacía temblar las ramas. Al observarlo de cerca, parecióle que algo se movía y agitaba en su abultada barriga. ¡Válgame Dios! pensó, ¿si serán mis pobres hijitas, que se las ha merendado y que están vivas aún? Y envió a la pequeña a casa, a toda prisa, en busca de tijeras, aguja e hilo. Abrió la panza al monstruo, y apenas había empezado a cortar cuando una de las cabritas asomó la cabeza. Al seguir cortando saltaron las seis afuera, una tras otra, todas vivitas y sin daño alguno, pues la bestia, en su glotonería, las había engullido enteras. ¡Allí era de ver su regocijo! ¡Con cuánto cariño abrazaron a su mamaíta, brincando como sastre en bodas! Pero la cabra dijo: "Traedme ahora piedras; llenaremos con ellas la panza de esta condenada bestia, aprovechando que duerme." Las siete cabritas corrieron en busca de piedras y las fueron metiendo en la barriga, hasta que ya no cupieron más. La madre cosió la piel con tanta presteza y suavidad, que la fiera no se dio cuenta de nada ni hizo el menor movimiento.
Terminada ya su siesta, el lobo se levantó, y, como los guijarros que le llenaban el estómago le diesen mucha sed, encaminóse a un pozo para beber. Mientras andaba, moviéndose de un lado a otro, los guijarros de su panza chocaban entre sí con gran ruido, por lo que exclamó:
 
"¿Qué será este ruido
que suena en mi barriga?
Creí que eran seis cabritas,
mas ahora me parecen chinitas."


Al llegar al pozo e inclinarse sobre el brocal, el peso de las piedras lo arrastró y lo hizo caer al fondo, donde se ahogó miserablemente. Viéndolo las cabritas, acudieron corriendo y gritando jubilosas: "¡Muerto está el lobo! ¡Muerto está el lobo!" Y, con su madre, pusiéronse a bailar en corro en torno al pozo.

HANSEL Y GRETEL




Hansel y Gretel vivían con su padre, un pobre leñador, y su cruel madrastra, muy cerca de un espeso bosque. Vivían con muchísima escasez, y como ya no les alcanzaba para poder comer los cuatro, deberían plantearse el problema y tratar de darle una buena solución.



Una noche, creyendo que los niños estaban dormidos, la cruel madrastra dijo al leñador:
-No hay bastante comida para todos: mañana llevaremos a los niños a la parte más espesa del bosque y los dejaremos allí. Ellos no podrán encontrar el camino a casa y así nos desprenderemos de esa carga.
Al principio, el padre se opuso rotundamente a tener en cuenta la cruel idea de la malvada mujer.
-¿Cómo vamos a abandonar a mis hijos a la suerte de Dios, quizás sean atacados por los animales del bosque? -gritó enojado.
-De cualquier manera, así moriremos todos de hambre -dijo la madrastra y no descansó hasta convencerlo al débil hombre, de llevar adelante el malévolo plan que se había trazado.
Mientras tanto los niños, que en realidad no estaban dormidos, escucharon toda la conversación. Gretel lloraba amargamente, pero Hansel la consolaba.
-No llores, querida hermanita-decía él-, yo tengo una idea para encontrar el camino de regreso a casa.
A la mañana siguiente, cuando salieron para el bosque, la madrastra les dio a cada uno de los niños un pedazo de pan.
-No deben comer este pan antes del almuerzo -les dijo-. Eso es todo lo que tendrán para el día.
El dominado y débil padre y la madrastra los acompañaron a adentrarse en el bosque. Cuando penetraron en la espesura, los niños se quedaron atrás, y Hansel, haciendo migas de su pan, las fue dejando caer con disimulo para tener señales que les permitieran luego regresar a casa.
Los padres los llevaron muy adentro del bosque y les dijeron:
-Quédense aquí hasta que vengamos a buscarlos.
Hansel y Gretel hicieron lo que sus padres habían ordenado, pues creyeron que cambiarían de opinión y volverían por ellos. Pero cuando se acercaba la noche y los niños vieron que sus padres no aparecían, trataron de encontrar el camino de regreso. Desgraciadamente, los pájaros se habían comido las migas que marcaban el camino. Toda la noche anduvieron por el bosque con mucho temor observando las miradas, observando el brillo de los ojos de las fieras, y a cada paso se perdían más en aquella espesura.
Al amanecer, casi muertos de miedo y de hambre, los niños vieron un pájaro blanco que volaba frente a ellos y que para animarlos a seguir adelante les aleteaba en señal amistosa. Siguiendo el vuelo de aquel pájaro encontraron una casita construida toda de panes, dulces, bombones y otras confituras muy sabrosas.
Los niños, con un apetito terrible, corrieron hasta la rara casita, pero antes de que pudieran dar un mordisco a los riquísimos dulces, una bruja los detuvo.
La casa estaba hecha para atraer a los niños y cuando estos se encontraban en su poder, la bruja los mataba y los cocinaba para comérselos.
Como Hansel estaba muy delgadito, la bruja lo encerró en una jaula y allí lo alimentaba con ricos y sustanciosos manjares para engordarlo. Mientras tanto, Gretel tenía que hacer los trabajos más pesados y sólo tenía cáscaras de cangrejos para comer.
Un día, la bruja decidió que Hansel estaba ya listo para ser comido y ordenó a Gretel que preparara una enorme cacerola de agua para cocinarlo.
-Primero -dijo la bruja-, vamos a ver el horno que yo prendí para hacer pan. Entra tú primero, Gretel, y fíjate si está bien caliente como para hornear.
En realidad la bruja pensaba cerrar la puerta del horno una vez que Gretel estuviera dentro para cocinarla a ella también. Pero Gretel hizo como que no entendía lo que la bruja decía.
-Yo no sé. ¿Cómo entro? -preguntó Gretel.
-Tonta-dijo la bruja,- mira cómo se hace -y la bruja metió la cabeza dentro del horno. Rápidamente Gretel la empujó dentro del horno y cerró la puerta.
Gretel puso en libertad a Hansel. Antes de irse, los dos niños se llenaron los bolsillos de perlas y piedras preciosas del tesoro de la bruja.
Los niños huyeron del bosque hasta llegar a orillas de un inmenso lago que parecía imposible de atravesar. Por fin, un hermoso cisne blanco compadeciéndose de ellos, les ofreció pasarlos a la otra orilla. Con gran alegría los niños encontraron a su padre allí. Éste había sufrido mucho durante la ausencia de los niños y los había buscado por todas partes, e incluso les contó acerca de la muerte de la cruel madrastra.

Dejando caer los tesoros a los pies de su padre, los niños se arrojaron en sus brazos. Así juntos olvidaron todos los malos momentos que habían pasado y supieron que lo más importante en la vida es estar junto a los seres a quienes se ama, y siguieron viviendo felices y ricos para siempre.

EL PERRO QUE NO SABÍA LADRAR


Había una vez un perro que no sabía ladrar. No ladraba, no maullaba, no mugía, no relinchaba, no sabía decir nada. Era un perrillo muy solitario, porque había caído en una región sin perros. Por él no se habría dado cuenta de que le faltaba algo. Los otros eran los que se lo hacían notar. Le decían:
—¿Pero tú no ladras?
—No sé… soy forastero…
—Vaya una contestación. ¿No sabes que los perros ladran?
—¿Para qué?
—Ladran porque son perros. Ladran a los vagabundos de paso, a los gatos despectivos, a la luna llena. Ladran cuando están contentos, cuando están nerviosos, cuando están enfadados. Generalmente de día, pero también de noche.
—No digo que no, pero yo…
—Pero tú ¿qué? Tu eres un fenómeno, oye lo que te digo: un día de estos saldrás en el periódico.
El perro no sabía cómo contestar a estas críticas. No sabía ladrar y no sabía qué hacer para aprender.
—Haz como yo —le dijo una vez un gallito que sentía pena por él. Y lanzó dos o tres sonoros kikirikí.
—Me parece difícil —dijo el perrito.
—¡Pero si es facilísimo! Escucha bien y fíjate en mi pico.
—Vamos, mírame y procura imitarme.
El gallito lanzó otro kikirikí.
El perro intentó hacer lo mismo, pero sólo le salió de la boca un desmañado «keké» que hizo salir huyendo aterrorizadas a las gallinas.
—No te preocupes —dijo el gallito—, para ser la primera vez está muy bien. Ahora, vuélvelo a intentar.
El perrito volvió a intentarlo una vez, dos, tres. Lo intentaba todos los días. Practicaba a escondidas, desde por la mañana hasta por la noche. A veces, para hacerlo con más libertad, se iba al bosque. Una mañana, precisamente cuando estaba en el bosque, consiguió lanzar un kikirikí tan auténtico, tan bonito y tan fuerte que la zorra lo oyó y se dijo: «Por fin el gallo ha venido a mi encuentro. Correré a darle las gracias por la visita…» E inmediatamente se echó a correr, pero no olvidó llevarse el tenedor, el cuchillo y la servilleta porque para una zorra no hay comida más apetitosa que un buen gallo. Es lógico que le sentara mal ver en vez de un gallo al perro que, tumbado sobre su cola, lanzaba uno detrás de otros aquellos kikirikí.
—Ah —dijo la zorra—, conque esas tenemos, me has tendido una trampa.
—¿Una trampa?
—Desde luego. Me has hecho creer que había un gallo perdido en el bosque y te has escondido para atraparme. Menos mal que te he visto a tiempo. Pero esto es una caza desleal. Normalmente los perros ladran para avisarme de que llegan los cazadores.
—Te aseguro que yo… Verás, no pensaba en absoluto en cazar. Vine para hacer ejercicios.
— ¿Ejercicios? ¿De qué clase?
—Me ejército para aprender a ladrar. Ya casi he aprendido, mira qué bien lo hago.
Y de nuevo un sonorísimo kikirikí.
La zorra creía que iba a reventar de risa. Se revolcaba por el suelo, se apretaba la barriga, se mordía los bigotes y la cola. Nuestro perrito se sintió tan mortificado que se marchó en silencio, con el hocico bajo y lágrimas en los ojos.
Por allí cerca había un cucú. Vio pasar al perro y le dio pena.
—¿Qué te han hecho?
—Nada.
—Entonces ¿por qué estás tan triste?
—Pues… lo que pasa… es que no consigo ladrar. Nadie me enseña.
—Si es sólo por eso, yo te enseño. Escucha bien cómo hago y trata de hacerlo como yo: cucú… cucú… cucú… ¿lo has comprendido?
—Me parece fácil.
—Facilísimo. Yo sabía hacerlo hasta cuando era pequeño. Prueba: cucú… cucú…
—Cu… —hizo el perro—. Cu…
Ensayó aquel día, ensayó al día siguiente. Al cabo de una semana ya le salía bastante bien. Estaba muy contento y pensaba: «Por fin, por fin empiezo a ladrar de verdad. Ya no podrán volver a tomarme el pelo».
Justamente en aquellos días se levantó la veda. Llegaron al bosque muchos cazadores, también de esos que disparan a todo lo que oyen y ven. Dispararían a un ruiseñor, sí que lo harían. Pasa un cazador de esos, oye salir de un matorral cucú… cucú…, apunta el fusil y —¡bangl ¡bangl— dispara dos tiros.
Por suerte los perdigones no alcanzaron al perro. Sólo le pasaron rozando las orejas, haciendo ziip ziip, como en los chistes. El perro a todo correr. Pero estaba muy sorprendido: «Ese cazador debe estar loco, disparar hasta a los perros que ladran…»
Mientras tanto el cazador buscaba al pájaro. Estaba convencido de que lo había matado.
—Debe habérselo llevado ese perrucho, no sé de dónde habrá salido —refunfuñaba. Y para desahogar su rabia disparó contra un ratoncillo que había sacado la cabeza fuera de su madriguera, pero no le dio.
El perro corría, corría…
PRIMER FINAL
El perro corría. Llegó a un prado en el que pacía tranquilamente una vaquita.
— ¿Adónde corres?
—No sé.
—Entonces párate. Aquí hay una hierba estupenda.
—No es la hierba lo que me puede curar…
— ¿Estás enfermo?
—Ya lo creo. No sé ladrar.
— ¡Pero si es la cosa más fácil del mundo! Escúchame: muuu… muuu… muuuu… ¿No suena bien?
—No está mal. Pero no estoy seguro de que sea lo adecuado. Tú eres una vaca…
—Claro que soy una vaca.
—Yo no, yo soy un perro.
—Claro que eres un perro. ¿Y qué? No hay nada que impida que hables mi idioma.
— ¡Qué idea! ¡Qué idea!
— ¿Cuál?
—La que se me está ocurriendo en este momento. Aprenderé la forma de hablar de todos los animales y haré que me contraten en un circo ecuestre. Tendré un exitazo, me haré rico y me casaré con la hija del rey. Del rey de los perros, se comprende.
—Bravo, qué buena idea. Entonces al trabajo. Escucha bien: muuu… muuu… muuu…
—Muuu… —hizo el perro.
Era un perro que no sabía ladrar, pero tenía un gran don para las lenguas.
SEGUNDO FINAL
El perro corría y corría. Se encontró a un campesino.
— ¿Dónde vas tan deprisa?
—Ni siquiera yo lo sé.
—Entonces ven a mi casa. Precisamente necesito un perro que me guarde el gallinero.
—Por mí iría, pero se lo advierto: no sé ladrar.
—Mejor. Los perros que ladran hacen huir a los ladrones. En cambio a ti no te oirán, se acercarán y podrás morderlos, así tendrán el castigo que se merecen.
—De acuerdo —dijo el perro.
Y así fue cómo el perro que no sabía ladrar encontró un empleo, una cadena y una escudilla de sopa todos los días.
TERCER FINAL
El perro corría y corría. De repente se detuvo. Había oído un sonido extraño. Hacía guau guau. Guau guau.
—Esto me suena —pensó el perro—, sin embargo no consigo acordarme de cuál es la clase de animal que lo hace.
—Guau, guau.
— ¿Será la jirafa? No, debe ser el cocodrilo. El cocodrilo es un animal feroz. Tendré que acercarme con cautela.
Deslizándose entre los arbustos el perrito se dirigió hacia la dirección de la que procedía aquel guau guau que, no sabía por qué, hacía que le latiera tan fuerte el corazón bajo el pelo.
—Guau, guau.
—Vaya, otro perro.
Sabéis, era el perro de aquel cazador que había disparado poco antes cuando oyó el cucú.
—Hola, perro.
—Hola, perro.
— ¿Sabrías explicarme lo que estás diciendo?
— ¿Diciendo? Para tu conocimiento yo no digo, yo ladro.
— ¿Ladras? ¿Sabes ladrar?
—Naturalmente. No pretenderás que barrite como un elefante o que ruja como un león.
—Entonces, ¿me enseñarás?
— ¿No sabes ladrar?
—No.
—Mira y escucha bien. Se hace así: guau, guau…

—Guau, guau —dijo en seguida nuestro perrito. Y, conmovido y feliz, pensaba para sus adentros: «Al fin encontré el maestro adecuado.»

RAPUNZEL


Había una vez un hombre y una mujer que vivían solos y desconsolados por no tener hijos, hasta que, por fin, la mujer concibió la esperanza de que Dios Nuestro Señor se dispusiera a satisfacer su anhelo. La casa en que vivían tenía en la pared trasera una ventanita que daba a un magnífico jardín, en el que crecían espléndidas flores y plantas; pero estaba rodeado de un alto muro y nadie osaba entrar en él, ya que pertenecía a una bruja muy poderosa y temida de todo el mundo. Un día asómese la mujer a aquella ventana a contemplar el jardín, y vio un bancal plantado de hermosísimas verdezuelas, tan frescas y verdes, que despertaron en ella un violento antojo de comerlas. El antojo fue en aumento cada día que pasaba, y como la mujer lo creía irrealizable, iba perdiendo la color y desmirriándose, a ojos vistas. Viéndola tan desmejorada, le preguntó asustado su marido: "¿Qué te ocurre, mujer?" - "¡Ay!" exclamó ella, "me moriré si no puedo comer las verdezuelas del jardín que hay detrás de nuestra casa." El hombre, que quería mucho a su esposa, pensó: "Antes que dejarla morir conseguiré las verdezuelas, cueste lo que cueste." Y, al anochecer, saltó el muro del jardín de la bruja, arrancó precipitadamente un puñado de verdezuelas y las llevó a su mujer. Ésta se preparó enseguida una ensalada y se la comió muy a gusto; y tanto le y tanto le gustaron, que, al día siguiente, su afán era tres veces más intenso. Si quería gozar de paz, el marido debía saltar nuevamente al jardín. Y así lo hizo, al anochecer. Pero apenas había puesto los pies en el suelo, tuvo un terrible sobresalto, pues vio surgir ante sí la bruja. "¿Cómo te atreves," díjole ésta con mirada iracunda, "a entrar cual un ladrón en mi jardín y robarme las verdezuelas? Lo pagarás muy caro." - "¡Ay!" respondió el hombre, "tened compasión de mí. Si lo he hecho, ha sido por una gran necesidad: mi esposa vio desde la ventana vuestras verdezuelas y sintió un antojo tan grande de comerlas, que si no las tuviera se moriría." La hechicera se dejó ablandar y le dijo: "Si es como dices, te dejaré coger cuantas verdezuelas quieras, con una sola condición: tienes que darme el hijo que os nazca. Estará bien y lo cuidaré como una madre." Tan apurado estaba el hombre, que se avino a todo y, cuando nació el hijo, que era una niña, presentóse la bruja y, después de ponerle el nombre de Verdezuela; se la llevó. 
Verdezuela era la niña más hermosa que viera el sol. Cuando cumplió los doce años, la hechicera la encerró en una torre que se alzaba en medio de un bosque y no tenía puertas ni escaleras; únicamente en lo alto había una diminuta ventana. Cuando la bruja quería entrar, colocábase al pie y gritaba:
"¡Verdezuela, Verdezuela, Suéltame tu cabellera!"
Verdezuela tenía un cabello magnífico y larguísimo, fino como hebras de oro. Cuando oía la voz de la hechicera se soltaba las trenzas, las envolvía en torno a un gancho de la ventana y las dejaba colgantes: y como tenían veinte varas de longitud, la bruja trepaba por ellas. Al cabo de algunos años, sucedió que el hijo del Rey, encontrándose en el bosque, acertó a pasar junto a la torre y oyó un canto tan melodioso, que hubo de detenerse a escucharlo. Era Verdezuela, que entretenía su soledad lanzando al aire su dulcísima voz. El príncipe quiso subir hasta ella y buscó la puerta de la torre, pero, no encontrando ninguna, se volvió a palacio. No obstante, aquel canto lo había arrobado de tal modo, que todos los días iba al bosque a escucharlo. Hallándose una vez oculto detrás de un árbol, vio que se acercaba la hechicera, y la oyó que gritaba, dirigiéndose a o alto:
"¡Verdezuela, Verdezuela, Suéltame tu cabellera!"
Verdezuela soltó sus trenzas, y la bruja se encaramó a lo alto de la torre. "Si ésta es la escalera para subir hasta allí," se dijo el príncipe, "también yo probaré fortuna." Y al día siguiente, cuando ya comenzaba a oscurecer, encaminóse al pie de la torre y dijo:
"¡Verdezuela, Verdezuela, Suéltame tu cabellera!"
Enseguida descendió la trenza, y el príncipe subió.
En el primer momento, Verdezuela se asustó Verdezuela se asustó mucho al ver un hombre, pues jamás sus ojos habían visto ninguno. Pero el príncipe le dirigió la palabra con gran afabilidad y le explicó que su canto había impresionado de tal manera su corazón, que ya no había gozado de un momento de paz hasta hallar la manera de subir a verla. Al escucharlo perdió Verdezuela el miedo, y cuando él le preguntó si lo quería por esposo, viendo la muchacha que era joven y apuesto, pensó, "Me querrá más que la vieja," y le respondió, poniendo la mano en la suya: "Sí; mucho deseo irme contigo; pero no sé cómo bajar de aquí. Cada vez que vengas, tráete una madeja de seda; con ellas trenzaré una escalera y, cuando esté terminada, bajaré y tú me llevarás en tu caballo." Convinieron en que hasta entonces el príncipe acudiría todas las noches, ya que de día iba la vieja. La hechicera nada sospechaba, hasta que un día Verdezuela le preguntó: "Decidme, tía Gothel, ¿cómo es que me cuesta mucho más subiros a vos que al príncipe, que está arriba en un santiamén?" - "¡Ah, malvada!" exclamó la bruja, "¿qué es lo que oigo? Pensé que te había aislado de todo el mundo, y, sin embargo, me has engañado." Y, furiosa, cogió las hermosas trenzas de Verdezuela, les dio unas vueltas alrededor de su mano izquierda y, empujando unas tijeras con la derecha, zis, zas, en un abrir y cerrar de ojos cerrar de ojos se las cortó, y tiró al suelo la espléndida cabellera. Y fue tan despiadada, que condujo a la pobre Verdezuela a un lugar desierto, condenándola a una vida de desolación y miseria.
El mismo día en que se había llevado a la muchacha, la bruja ató las trenzas cortadas al gancho de la ventana, y cuando se presentó el príncipe y dijo:
"¡Verdezuela, Verdezuela, Suéltame tu cabellera!"
la bruja las soltó, y por ellas subió el hijo del Rey. Pero en vez de encontrar a su adorada Verdezuela hallóse cara a cara con la hechicera, que lo miraba con ojos malignos y perversos: "¡Ajá!" exclamó en tono de burla, "querías llevarte a la niña bonita; pero el pajarillo ya no está en el nido ni volverá a cantar. El gato lo ha cazado, y también a ti te sacará los ojos. Verdezuela está perdida para ti; jamás volverás a verla." El príncipe, fuera de sí de dolor y desesperación, se arrojó desde lo alto de la torre. Salvó la vida, pero los espinos sobre los que fue a caer se le clavaron en los ojos, y el infeliz hubo de vagar errante por el bosque, ciego, alimentándose de raíces y bayas y llorando sin cesar la pérdida de su amada mujercita. Y así anduvo sin rumbo por espacio de varios años, mísero y triste, hasta que, al fin, llegó al desierto en que vivía Verdezuela con los dos hijitos los dos hijitos gemelos, un niño y una niña, a los que había dado a luz. Oyó el príncipe una voz que le pareció conocida y, al acercarse, reconociólo Verdezuela y se le echó al cuello llorando. Dos de sus lágrimas le humedecieron los ojos, y en el mismo momento se le aclararon, volviendo a ver como antes. Llevóla a su reino, donde fue recibido con gran alegría, y vivieron muchos años contentos y felices.


No hace mucho tiempo que existía un humilde sastrecillo que se ganaba la vida trabajando con sus hilos y su costura, sentado sobre su mesa, junto a la ventana; risueño y de buen humor, se había puesto a coser a todo trapo. En esto pasó par la calle una campesina que gritaba:

—¡Rica mermeladaaaa… Barataaaa! ¡Rica mermeladaaa, barataaa.

Este pregón sonó a gloria en sus oídos. Asomando el sastrecito su fina cabeza por la ventana, llamó:

—¡Eh, mi amiga! ¡Sube, que aquí te aliviaremos de tu mercancía!

Subió la campesina los tres tramos de escalera con su pesada cesta a cuestas, y el sastrecito le hizo abrir todos y cada uno de sus pomos. Los inspeccionó uno por uno acercándoles la nariz y, por fin, dijo:

—Esta mermelada no me parece mala; así que pásame cuatro onzas, muchacha, y si te pasas del cuarto de libra, no vamos a pelearnos por eso.

La mujer, que esperaba una mejor venta, se marchó malhumorada y refunfuñando:

—¡Vaya! —exclamo el sastrecito, frotándose las manos—. ¡Que Dios me bendiga esta mermelada y me de salud y fuerza!

Y, sacando el pan del armario, cortó una gran rebanada y la untó a su gusto. «Parece que no sabrá mal», se dijo. «Pero antes de probarla, terminaré esta chaqueta.»

Dejó el pan sobre la mesa y reanudó la costura; y tan contento estaba, que las puntadas le salían cada vez mas largas.

Mientras tanto, el dulce aroma que se desprendía del pan subía hasta donde estaban las moscas sentadas en gran número y éstas, sintiéndose atraídas por el olor, bajaron en verdaderas legiones.

—¡Eh, quién las invitó a ustedes! —dijo el sastrecito, tratando de espantar a tan indeseables huéspedes. Pero las moscas, que no entendían su idioma, lejos de hacerle caso, volvían a la carga en bandadas cada vez más numerosas.

Por fin el sastrecito perdió la paciencia, sacó un pedazo de paño del hueco que había bajo su mesa, y exclamando: «¡Esperen, que yo mismo voy a servirles!», descargó sin misericordia un gran golpe sobre ellas, y otro y otro. Al retirar el paño y contarlas, vio que por lo menos había aniquilado a veinte.

«¡De lo que soy capaz!», se dijo, admirado de su propia audacia. «La ciudad entera tendrá que enterarse de esto» y, de prisa y corriendo, el sastrecito se cortó un cinturón a su medida, lo cosió y luego le bordó en grandes letras el siguiente letrero: SIETE DE UN GOLPE.

«¡Qué digo la ciudad!», añadió. «¡El mundo entero se enterará de esto!»

Y de puro contento, el corazón le temblaba como el rabo al corderito.

Luego se ciñó el cinturón y se dispuso a salir por el mundo, convencido de que su taller era demasiado pequeño para su valentía. Antes de marcharse, estuvo rebuscando por toda la casa a ver si encontraba algo que le sirviera para el viaje; pero sólo encontró un queso viejo que se guardó en el bolsillo. Frente a la puerta vio un pájaro que se había enredado en un matorral, y también se lo guardó en el bolsillo para que acompañara al queso. Luego se puso animosamente en camino, y como era ágil y ligero de pies, no se cansaba nunca.

El camino lo llevó por una montaña arriba. Cuando llegó a lo mas alto, se encontró con un gigante que estaba allí sentado, mirando pacíficamente el paisaje. El sastrecito se le acercó animoso y le dijo:

—¡Buenos días, camarada! ¿Qué, contemplando el ancho mundo? Por él me voy yo, precisamente, a correr fortuna. ¿Te decides a venir conmigo?

El gigante lo miró con desprecio y dijo:

—¡Quítate de mi vista, monigote, miserable criatura!

—¿Ah, sí? —contestó el sastrecito, y, desabrochándose la chaqueta, le enseñó el cinturón—-¡Aquí puedes leer qué clase de hombre soy!

El gigante leyó: SIETE DE UN GOLPE, y pensando que se tratara de hombres derribados por el sastre, empezó a tenerle un poco de respeto. De todos modos decidió ponerlo a prueba. Agarró una piedra y la exprimió hasta sacarle unas gotas de agua.

—¡A ver si lo haces —dijo—, ya que eres tan fuerte!

—¿Nada más que eso? —contestó el sastrecito—. ¡Es un juego de niños!

Y metiendo la mano en el bolsillo sacó el queso y lo apretó hasta sacarle todo el jugo.

—¿Qué me dices? Un poquito mejor, ¿no te parece?

El gigante no supo qué contestar, y apenas podía creer que hiciera tal cosa aquel hombrecito. Tomando entonces otra piedra, la arrojó tan alto que la vista apenas podía seguirla.

—Anda, pedazo de hombre, a ver si haces algo parecido.

—Un buen tiro —dijo el sastre—, aunque la piedra volvió a caer a tierra. Ahora verás —y sacando al pájaro del bolsillo, lo arrojó al aire. El pájaro, encantado con su libertad, alzó rápido el vuelo y se perdió de vista.

—¿Qué te pareció este tiro, camarada? —preguntó el sastrecito.

—Tirar, sabes —admitió el gigante—. Ahora veremos si puedes soportar alguna carga digna de este nombre—y llevando al sastrecito hasta un inmenso roble que estaba derribado en el suelo, le dijo—: Ya que te las das de forzudo, ayúdame a sacar este árbol del bosque.

—Con gusto —respondió el sastrecito—. Tú cárgate el tronco al hombro y yo me encargaré del ramaje, que es lo más pesado .

En cuanto estuvo el tronco en su puesto, el sastrecito se acomodó sobre una rama, de modo que el gigante, que no podía volverse, tuvo de cargar también con él, además de todo el peso del árbol. El sastrecito iba de lo más contento allí detrás, silbando aquella tonadilla que dice: «A caballo salieron los tres sastres», como si la tarea de cargar árboles fuese un juego de niños.

El gigante, después de arrastrar un buen trecho la pesada carga, no pudo más y gritó:

—¡Eh, tú! ¡Cuidado, que tengo que soltar el árbol!

El sastre saltó ágilmente al suelo, sujetó el roble con los dos brazos, como si lo hubiese sostenido así todo el tiempo, y dijo:

—¡Un grandullón como tú y ni siquiera eres capaz de cargar un árbol!

Siguieron andando y, al pasar junto a un cerezo, el gigante, echando mano a la copa, donde colgaban las frutas maduras, inclinó el árbol hacia abajo y lo puso en manos del sastre, invitándolo a comer las cerezas. Pero el hombrecito era demasiado débil para sujetar el árbol, y en cuanto lo soltó el gigante, volvió la copa a su primera posición, arrastrando consigo al sastrecito por los aires. Cayó al suelo sin hacerse daño, y el gigante le dijo:

—¿Qué es eso? ¿No tienes fuerza para sujetar este tallito enclenque?

—No es que me falte fuerza —respondió el sastrecito—. ¿Crees que semejante minucia es para un hombre que mató a siete de un golpe? Es que salté por encima del árbol, porque hay unos cazadores allá abajo disparando contra los matorrales. ¡Haz tú lo mismo, si puedes!

El gigante lo intentó, pero se quedó colgando entre las ramas; de modo que también esta vez el sastrecito se llevó la victoria. Dijo entonces el gigante:

—Ya que eres tan valiente, ven conmigo a nuestra casa y pasa la noche con nosotros.

El sastrecito aceptó la invitación y lo siguió. Cuando llegaron a la caverna, encontraron a varios gigantes sentados junto al fuego: cada uno tenía en la mano un cordero asado y se lo estaba comiendo. El sastrecito miró a su alrededor y pensó: «Esto es mucho más espacioso que mi taller.»

El gigante le enseñó una cama y lo invitó a acostarse y dormir. La cama, sin embargo, era demasiado grande para el hombrecito; así que, en vez de acomodarse en ella, se acurrucó en un rincón. A medianoche, creyendo el gigante que su invitado estaría profundamente dormido, se levantó y, empuñando una enorme barra de hierro, descargó un formidable golpe sobre la cama. Luego volvió a acostarse, en la certeza de que había despachado para siempre a tan impertinente grillo. A la madrugada, los gigantes, sin acordarse ya del sastrecito, se disponían a marcharse al bosque cuando, de pronto, lo vieron tan alegre y tranquilo como de costumbre. Aquello fue más de lo que podían soportar, y pensando que iba a matarlos a todos, salieron corriendo, cada uno por su lado.

El sastrecito prosiguió su camino, siempre con su puntiaguda nariz por delante. Tras mucho caminar, llegó al jardín de un palacio real, y como se sentía muy cansado, se echó a dormir sobre la hierba. Mientras estaba así durmiendo, se le acercaron varios cortesanos, lo examinaron par todas partes y leyeron la inscripción: SIETE DE UN GOLPE.

—¡Ah! —exclamaron—. ¿Qué hace aquí tan terrible hombre de guerra, ahora que estamos en paz? Sin duda, será algún poderoso caballero.

Y corrieron a dar la noticia al rey, diciéndole que en su opinión sería un hombre extremadamente valioso en caso de guerra y que en modo alguno debía perder la oportunidad de ponerlo a su servicio. Al rey le complació el consejo, y envió a uno de sus nobles para que le hiciese una oferta tan pronto despertara. El emisario permaneció en guardia junto al durmiente, y cuando vio que éste se estiraba y abría los ojos, le comunicó la proposición del rey.

—Justamente he venido con ese propósito —contestó el sastrecito—. Estoy dispuesto a servir al rey —así que lo recibieron honrosamente y le prepararon toda una residencia para él solo.

Pero los soldados del rey lo miraban con malos ojos y, en realidad, deseaban tenerlo a mil millas de distancia.

—¿En qué parará todo esto? —comentaban entre sí—. Si nos peleamos con él y la emprende con nosotros, a cada golpe derribará a siete. No hay aquí quien pueda enfrentársele.

Tomaron, pues, la decisión de presentarse al rey y pedirle que los licenciase del ejército.

—No estamos preparados —le dijeron— para luchar al lado de un hombre capaz de matar a siete de un golpe.

El rey se disgustó mucho cuando vio que por culpa de uno iba a perder tan fieles servidores: ya se lamentaba hasta de haber visto al sastrecito y de muy buena gana se habría deshecho de él. Pero no se atrevía a despedirlo, por miedo a que acabara con él y todos los suyos, y luego se instalara en el trono. Estuvo pensándolo por horas y horas y, al fin, encontró una solución.

Mandó decir al sastrecito que, siendo tan poderoso hombre de armas como era, tenía una oferta que hacerle. En un bosque del país vivían dos gigantes que causaban enormes daños con sus robos, asesinatos, incendios y otras atrocidades; nadie podía acercárseles sin correr peligro de muerte. Si el sastrecito lograba vencer y exterminar a estos gigantes, recibiría la mano de su hija y la mitad del reino como recompensa. Además, cien soldados de caballería lo auxiliarían en la empresa.

«¡No está mal para un hombre como tú!» se dijo el sastrecito. «Que a uno le ofrezcan una bella princesa y la mitad de un reino es cosa que no sucede todos los días.» Así que contestó:

—Claro que acepto. Acabaré muy pronto con los dos gigantes. Y no me hacen falta los cien jinetes. El que derriba a siete de un golpe no tiene por qué asustarse con dos.

Así, pues, el sastrecito se puso en camino, seguido por cien jinetes. Cuando llegó a las afueras del bosque, dijo a sus seguidores:

—Esperen aquí. Yo solo acabaré con los gigantes.

Y de un salto se internó en el bosque, donde empezó a buscar a diestro y siniestro. Al cabo de un rato descubrió a los dos gigantes. Estaban durmiendo al pie de un árbol y roncaban tan fuerte, que las ramas se balanceaban arriba y abajo. El sastrecito, ni corto ni perezoso, eligió especialmente dos grandes piedras que guardó en los bolsillos y trepó al árbol. A medio camino se deslizó por una rama hasta situarse justo encima de los durmientes, y, acto seguido, hizo muy buena puntería (pues no podía fallar) pues de lo contrario estaría perdido.

 Los gigantes, al recibir cada uno un fuerte golpe con la piedra, despertaron echándose entre ellos las culpas de los golpes. Uno dio un empujón a su compañero y le dijo:

—¿Por qué me pegas?

—Estás soñando —respondió el otro—. Yo no te he pegado.

Se volvieron a dormir, y entonces el sastrecito le tiró una piedra al segundo.

—¿Qué significa esto? —gruñó el gigante—. ¿Por qué me tiras piedras?

—Yo no te he tirado nada —gruñó el primero.

Discutieron todavía un rato; pero como los dos estaban cansados, dejaron las cosas como estaban y cerraron otra vez los ojos. El sastrecito volvió a las andadas. Escogiendo la más grande de sus piedras, la tiró con toda su fuerza al pecho del primer gigante.

—¡Esto ya es demasiado! —vociferó furioso. Y saltando como un loco, arremetió contra su compañero y lo empujó con tal fuerza contra el árbol, que lo hizo estremecerse hasta la copa. El segundo gigante le pagó con la misma moneda, y los dos se enfurecieron tanto que arrancaron de cuajo dos árboles enteros y estuvieron aporreándose el uno al otro hasta que los dos cayeron muertos. Entonces bajó del árbol el sastrecito.

«Suerte que no arrancaron el árbol en que yo estaba», se dijo, «pues habría tenido que saltar a otro como una ardilla. Menos mal que nosotros los sastres somos livianos.»

Y desenvainando la espada, dio un par de tajos a cada uno en el pecho. Enseguida se presentó donde estaban los caballeros y les dijo:


—Se acabaron los gigantes, aunque debo confesar que la faena fue dura. Se pusieron a arrancar árboles para defenderse. ¡Venirle con tronquitos a un hombre como yo, que mata a siete de un golpe!

—¿Y no estás herido? —preguntaron los jinetes.

—No piensen tal cosa —dijo el sastrecito—. Ni siquiera, despeinado.

Los jinetes no podían creerlo. Se internaron con él en el bosque y allí encontraron a los dos gigantes flotando en su propia sangre y, a su alrededor, los árboles arrancados de cuajo.

El sastrecito se presentó al rey para pedirle la recompensa ofrecida; pero el rey se hizo el remolón y maquinó otra manera de deshacerse del héroe.

—Antes de que recibas la mano de mi hija y la mitad de mi reino —le dijo—, tendrás que llevar a cabo una nueva hazaña. Por el bosque corre un unicornio que hace grandes destrozos, y debes capturarlo primero.

—Menos temo yo a un unicornio que a dos gigantes —respondió el sastrecito—-Siete de un golpe: ésa es mi especialidad.

Y se internó en el bosque con un hacha y una cuerda, después de haber rogado a sus seguidores que lo aguardasen afuera.

No tuvo que buscar mucho. El unicornio se presentó de pronto y lo embistió ferozmente, decidido a ensartarlo de una vez con su único cuerno.

—Poco a poco; la cosa no es tan fácil como piensas —dijo el sastrecito.

Plantándose muy quieto delante de un árbol, esperó a que el unicornio estuviese cerca y, entonces, saltó ágilmente detrás del árbol. Como el unicornio había embestido con fuerza, el cuerno se clavó en el tronco tan profundamente, que por más que hizo no pudo sacarlo, y quedó prisionero.

«¡Ya cayó el pajarito!», dijo el sastre, saliendo de detrás del árbol. Ató la cuerda al cuello de la bestia, cortó el cuerno de un hachazo y llevó su presa al rey.

Pero éste aún no quiso entregarle el premio ofrecido y le exigió un tercer trabajo. Antes de que la boda se celebrase, el sastrecito tendría que cazar un feroz jabalí que rondaba por el bosque causando enormes daños. Para ello contaría con la ayuda de los cazadores.

—¡No faltaba más! —dijo el sastrecito—. ¡Si es un juego de niños!

Dejó a los cazadores a la entrada del bosque, con gran alegría de ellos, pues de tal modo los había recibido el feroz jabalí en otras ocasiones, que no les quedaban ganas de enfrentarse con él de nuevo.

Tan pronto vio al sastrecito, el jabalí lo acometió con los agudos colmillos de su boca espumeante, y ya estaba a punto de derribarlo, cuando el héroe huyó a todo correr, se precipitó dentro de una capilla que se levantaba por aquellas cercanías. subió de un salto a la ventana del fondo y, de otro salto, estuvo enseguida afuera. El jabalí se abalanzó tras él en la capilla; pero ya el sastrecito había dado la vuelta y le cerraba la puerta de un golpe, con lo que la enfurecida bestia quedó prisionera, pues era demasiado torpe y pesada para saltar a su vez por la ventana. El sastrecito se apresuró a llamar a los cazadores, para que la contemplasen con su propios ojos.

 El rey tuvo ahora que cumplir su promesa y le dio la mano de su hija y la mitad del reino, agregándole: «Ya eres mi heredero al trono».

 Se celebró la boda con gran esplendor, y allí fue que se convirtió en todo un rey el sastrecito valiente.